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AudioBook: Cecilia Valdés o la Loma del Ángel by Cirilo Villaverde
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CECILIA VALDES
O
LA LOMA DEL ANGEL
NOVELA DE COSTUMBRES CUBANAS
POR
CIRILO VILLAVERDE
Que también la hermosura
tiene fuerza de despertar
la caridad dormida.
CERVANTES
PRIMERA PARTE
Capítulo I
Había en La Habana, hace unos cincuenta años, una loma célebre, conocida por todos los habitantes de la ciudad y sus contornos con el nombre de Loma del Ángel. No era esta loma de las que llaman hermosas por la elegancia de su perfil, ni de las que se distinguen por la frescura de su vegetación; no ofrecía al viajero el placer de una vista panorámica de la ciudad o del mar, ni el de un paseo ameno y tranquilo; por el contrario, su aspecto era más bien sombrío y misterioso.
La loma se extendía en una pendiente suave y prolongada por la parte occidental de la ciudad, y se alzaba en el camino que conducía a la Puerta de la Habana, en el barrio de San Lázaro. Su cumbre se perdía entre la maleza y la sombra de viejos árboles, cuyas copas, apiñadas, formaban una especie de bóveda oscura y espesa. Desde allí, en efecto, se divisaba un paisaje triste y desolado, cubierto de maleza y espinas, y en el cual no había más que una que otra casa de campo maltratada por el tiempo y las inclemencias del cielo.
En medio de este paisaje se alzaba, en efecto, una casita de madera muy pobre, con un techo de tejas rotas y paredes descoloridas por el sol y la lluvia. A su alrededor, un pequeño jardín, abandonado y lleno de malas hierbas, apenas dejaba ver el rastro de alguna flor marchita.
El camino que conducía a esta loma era estrecho y mal cuidado, y a menudo se cubría de un lodo espeso y pegajoso que dificultaba el tránsito de los carruajes y los transeúntes. Los vecinos del barrio de San Lázaro evitaban pasar por allí después de ponerse el sol, temiendo las historias y leyendas que corrían sobre aquella loma apartada y solitaria. Se decía que en ella se cometían toda clase de fechorías, y que en sus sombras habitaban fantasmas y espíritus malignos.
No obstante, a pesar de su fama infame, la Loma del Ángel tenía sus devotos. Eran estos, por lo general, los habitantes más humildes del barrio, los pobres, los negros y los esclavos, que en ella se reunían para celebrar sus fiestas y ritos de una manera más libre que en el interior de la ciudad, donde la vigilancia de las autoridades era más estrecha.
En aquellos tiempos, la esclavitud era una institución muy arraigada en Cuba, y la vida de los negros, tanto libres como esclavos, estaba llena de vejaciones y sufrimientos. La loma se convirtió, por ello, en un refugio y un lugar de reunión para la raza oprimida, donde podían olvidar por un momento su amarga suerte y entregarse a los placeres sencillos de su raza.
En la casita solitaria que describimos, vivía Cecilia Valdés, una joven mulata de singular belleza y gracia. Su tez era de un tono cobrizo suave, sus ojos grandes y negros brillaban con una inteligencia penetrante y una dulzura melancólica. Su cabello, negro y abundante, caía en rizos sedosos sobre sus hombros y espalda, y su figura era grácil y armoniosa, como la de una ninfa de los bosques.
Cecilia era huérfana desde muy niña, y había sido criada por su abuela, una anciana respetada y temida en el barrio por sus conocimientos de hierbas y remedios caseros. La abuela, conocida con el nombre de Mamá-Menga, era una mujer de carácter fuerte y principios firmes, y había inculcado a su nieta un profundo respeto por las tradiciones africanas y una desconfianza instintiva hacia los blancos y las autoridades coloniales.
La vida en la loma no era fácil. La pobreza era una compañera constante, y la amenaza de la violencia y la explotación flotaba en el aire como una bruma espesa. Sin embargo, Cecilia poseía un espíritu indomable y una alegría contagiosa que la hacían brillar incluso en medio de la desolación.
Capítulo II
Un día de fines de mayo, el sol se alzaba sobre La Habana con un fulgor deslumbrante, prometiendo un calor sofocante. En la pequeña casa de la Loma del Ángel, Mamá-Menga preparaba el desayuno mientras Cecilia trenzaba su largo cabello frente a un espejo roto. El aire estaba cargado del aroma de café recién colado y el dulzor de la guayaba madura.
—Cecilia, hija —dijo Mamá-Menga con voz grave—, hoy no debes salir temprano. El calor va a ser terrible y las calles estarán llenas de gente que va y viene de la ciudad.
Cecilia se giró, dejando caer la trenza sobre su hombro.
—Abuela, tengo que ir a la plaza a vender las flores que corté ayer. Necesitamos el dinero para comprar azúcar y aceite. Además, el señor Candelario me dijo que necesita que le lleve unas yerbas medicinales.
Mamá-Menga frunció el ceño. Candelario era un hombre blanco, dueño de una pequeña tienda en el barrio, y aunque siempre había tratado a ambas con respeto, la desconfianza de la anciana hacia los blancos era profunda.
—Ten cuidado, niña. No te detengas con nadie y no aceptes nada de extraños. Recuerda lo que te he enseñado sobre los hombres de ciudad. Son como serpientes, dulces por fuera y venenosos por dentro.
Cecilia sonrió, un gesto que iluminó su rostro moreno.
—No te preocupes, abuela. Sé cuidarme. Además, ¿quién podría hacerle daño a una flor como yo?
Mamá-Menga suspiró, sabiendo que era inútil insistir cuando Cecilia tenía esa chispa de rebeldía en los ojos.
—Tu belleza, hija, es tu mayor peligro en este mundo. Vete con cuidado. Vuelvo antes del mediodía.
Cecilia se colocó una canasta de mimbre sobre la cabeza, llena de claveles rojos y jazmines blancos, y salió al sendero de la loma. El sol de la mañana ya calentaba la tierra, y el aire olía a polvo y flores silvestres. Bajó la pendiente con ligereza, sintiendo el conocido placer de moverse en su entorno natural, a pesar de la austeridad del lugar.
Al llegar al pie de la loma, donde el camino se ensanchaba hacia la calle principal, vio el movimiento habitual de la hora: aguadores llevando sus cántaros, esclavos cargados yendo a sus labores en la ciudad, y algún que otro coche de alquiler que pasaba a toda prisa evitando el lodo.
Cecilia se dirigió hacia el centro de La Habana, su figura esbelta y elegante atrayendo miradas discretas. Su paso era firme, y aunque sintió los ojos de algunos hombres sobre ella, mantuvo la cabeza alta, concentrada en su destino.
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