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Audiolibro con Voz IA: El cuarto poder de Armando Palacio Valdés

Audiolibro: El cuarto poder de Armando Palacio Valdés

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EL CUARTO PODER

CAPITULO PRIMERO

SE LEVANTA EL TELÓN, POR ESTA VEZ SIN METÁFORA

En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía hace algunos años un teatro no limpio, no claro, no cómodo, pero que servía cumplidamente para solazar en las largas noches de invierno a sus pacíficos e industriosos moradores. Estaba construído, como casi todos, en forma de herradura. Constaba de dos pisos a más del bajo. En el primero los palcos, así llamados Dios sabe por qué, pues no eran otra cosa que unos bancos rellenos de pelote y forrados de franela encarnada colocados en torno del antepecho. Para sentarse en ellos era forzoso empujar el respaldo, que tenía bisagras de trecho en trecho, y levantar al propio tiempo el asiento. Una vez dentro se dejaba caer otra vez el asiento, se volvía el respaldo a su sitio y se acomodaba la persona del peor modo que puede estar criatura humana fuera del potro de tormento. En el segundo piso bullía, gritaba, coceaba y relinchaba toda la chusma del pueblo sin diferencia de clases, lo mismo el marinero de altura que el que pescaba muergos en la bahía o el peón de descarga; la señá Amalia la revendedora igual que las que acarreaban «el fresco» a la capital. Llamábase a aquel recinto «la cazuela». Las butacas eran del mismo aborrecible pelote que los palcos y el forro debió ser también del mismo color, aunque no podía saberse con certeza. Detrás de ellas había, a la antigua usanza, un patio para ciertos menestrales que, por su edad, su categoría de maestros u otra circunstancia cualquiera, repugnaban subir a la cazuela y juntarse a la turba alborotadora. Del techo pendía una araña, cuajada de pedacitos de vidrio en forma prismática, con luces de aceite. Más adelante se substituyó éste con petróleo, pero yo no alcancé a ver tal reforma. Debajo de la escalera que conducía a los palcos había un nicho cerrado con persiana que llamaban «el palco de don Mateo». De este don Mateo ya hablaremos más adelante.

Pues ha de saberse que en tal lacería de teatro se representaban los mismos dramas y comedias que en el del Príncipe y se cantaban las óperas que en la Scala de Milán. ¿Parece mentira, eh? Pues nada más cierto. Allí ha oído por vez primera el narrador de esta historia aquellas famosas coplas:

Si oyes contar de un náufrago la historia, Ya que en la tierra hasta el amor se olvida...

Por cierto que le parecían excelentes, y el teatro una maravilla de lujo y de buen gusto. Todo en el mundo depende de la imaginación. Ojalá la tuviese tan viva y tan fresca como entonces para entretenerles a ustedes agradablemente algunas horas. También ha visto el Don Juan Tenorio. Y sus difuntos untados de harina de trigo, su comendador filtrándose por una puerta atada con cuerdas, su infierno de espíritu de vino y su apoteosis de papel de forro de baúles, le impresionaron de tal modo que aquella noche...

Pero no es ese el asunto que nos ocupa. Lo que importa decir ahora es que en Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, existía, además del teatro, un edificio de más noble aspecto y de mayor resonancia: la Escuela de Náutica.

La Escuela de Náutica, que era, por cierto, el único edificio con pretensiones de dignidad en toda la población, estaba edificada en la parte más alta de la villa, en el solar que dejara un antiguo convento de frailes mínimos. La capilla, conservada en su integridad, servía de salón de actos. Las celdas, convertidas en aulas, ofrecían más comodidad y aseo que las tiendas de ultramarinos o las bodegas de vino donde se impartía la enseñanza a los niños de menos suerte. La Escuela de Náutica estaba destinada a dar los conocimientos necesarios para el ejercicio de la profesión de marino a los hijos de los pescadores y de los tripulantes de los buques mercantes. Más tarde se dio admisión a los hijos de algunos particulares, lo que no sentó muy bien a la comisión que la sostenía. Pero no es este el momento de referir las disputas que este particular origen y fin de la Escuela causaron en la comisión. Contentémonos con afirmar que el edificio era un modelo de buen gusto y que su vista, desde el mar, en medio de la desordenada y pobreta casería de Sarrió, producía una impresión de cierto orgullo en el alma del marinero y del pescador.

En Sarrió, villa famosa, bañada por el mar Cantábrico, vivía una familia, de la cual vamos a ocuparnos preferentemente en el curso de esta narración, que no era de las más humildes, pero tampoco de las más envidiadas. El cabeza de familia, don Ramón de Cifontes, era dueño de dos botes de pesca, de un pequeño almacén de salazones y de una casa que no desentonaba mucho entre las demás, salvo en que tenía dos pisos, balcón y algunos adornos que revelaban un relativo bienestar. Pero este bienestar era fruto de un trabajo continuo, tenaz, de una economía austera y de una vida recogida. No le faltaba a don Ramón nada de lo necesario, pero vivía al día, sin más ilusión que la de dejar a sus hijos algo más de lo que él tenía, y, por lo mismo, se esforzaba en economizar hasta la última peseta.

El mayor de sus hijos, Gonzalo, era su principal auxiliar en el almacén y en la administración de los bienes de familia. Era un joven de veinte años, fuerte, bien plantado, de rostro agraciado y de inteligencia viva. Había estudiado en la Escuela de Náutica, y aunque el mar no era su vocación, se resignaba a seguir la senda paterna, por obediente y buen hijo. El segundo, Pablito, de catorce años, era la viva imagen del padre: bueno, manso, quizá algo perezoso, pero con un fondo de bondad que compensaba sus defectos. La hija, Cecilia, de dieciocho, era una belleza. Alta, esbelta, de pelo castaño y ojos vivaces, era la alegría del hogar. Había estudiado en un colegio de monjas de la capital, y hablaba algo de francés, y sabía hacer encajes y bordados con primor. Era la ilusión de don Ramón, que soñaba con casarla con algún joven de Sarrió, de buena posición, que pudiera ayudar a Gonzalo y mantener a la familia en el bienestar que, con tanta fatiga, había logrado.

La madre, doña Brígida, era una mujer buena, de esas que cumplen su deber sin alardes, y que sólo tienen un deseo en el mundo: la felicidad de sus hijos. Era menuda, algo encogida de hombros, y de una dulzura de carácter que hacía amar a quien se le trataba.

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