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Audiolibro de Voz IA: La isla del tesoro por Robert Louis Stevenson

Audiolibro: La isla del tesoro por Robert Louis Stevenson

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LA ISLA DEL TESORO

NOVELA ESCRITA EN INGLÉS

POR ROBERTO LUIS STEVENSON

TRADUCIDA AL ESPAÑOL POR MANUEL CABALLERO

QUINTA EDICIÓN

NUEVA YORK D. APPLETON Y COMPAÑÍA, EDITORES 5TH AVENUE NO 72

1901

COPYRIGHT. 1886, BY D. APPLETON AND COMPANY.

All rights reserved.

La propiedad de esta obra está protegida por la ley en varios países, donde se perseguirá á los que la reproduzcan fraudulentamente.

PRÓLOGO DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

En el campo abundantísimo de la moderna literatura inglesa, la casa de Appleton no ha tenido sino el embarazo de la elección, para decidir qué obra debería ocupar el segundo lugar en la colección de novelas inaugurada con el aplaudido "Misterio..." de Hugo Conway.

Roberto Luis Stevenson ha sido el autor elegido, y si la traducción no ha sido tal que borre todos los méritos del original, ya encontrarán no poco que aplaudir y más aún con que solazarse los lectores hispanoamericanos.

La Isla del Tesoro no tiene la pretensión de ser una novela trascendental encaminada á mejorar las costumbres ó censurar los hábitos de un pueblo. No entran en ella en juego todas esas pasiones candentes cuyo hervidero llena las modernas obras de ficción con miasmas que hacen daño. El lector que busca en libros de este género un mero solaz que refresque su espíritu, después de largas horas de un pesado trabajo moral ó material, no se verá aquí de

CAPÍTULO PRIMERO

LA VISITA DEL VIEJO MARINO

La vieja posada del Almirante Benbow se alzaba en una ensenada solitaria de la costa de Devonshire. El mar, allí, no era sino un charco de agua apenas agitado por el oleaje; pero a cien yardas más allá, se veía en toda su inmensidad; y la posada, a pesar de su nombre, no miraba el mar, sino la loma que la dominaba.

Yo era el hijo del posadero, y mi padre era un hombre grueso, bonachón y algo cobarde.

Era el año de mil setecientos y tantos, y yo no he olvidado nada de cuanto entonces sucedió, por más que hayan pasado ya veinte años.

Una tarde, en el mes de julio, cuando el calor era tan sofocante que todos los viajeros se detenían en el camino para beber un trago de sidra, un forastero se presentó en nuestra casa. Era un hombre grande, robusto, con un rostro curtido por el sol y lleno de cicatrices.

Llevaba un baúl muy viejo y remendado, y su paso era firme y decidido.

—¿Hay sitio para un marino? —preguntó con voz ronca y áspera.

—Sí, señor —contestó mi padre, que ya se inclinaba ante aquel aspecto imponente—, hay sitio para quien quiera pagarlo.

—Pues bien —dijo el forastero, arrastrando el baúl hasta la entrada de la posada—, quiero una habitación que dé a la bahía, y una copa de ron.

Mi madre, que era más animosa que mi padre, se apresuró a servirle el ron, y el marino lo bebió de un trago, sin apartar los ojos de la carretera.

—¿Hay más gente en esta casa? —preguntó de nuevo.

—No, señor —respondí yo, pues mi padre se había quedado mudo de asombro—. Sólo mi madre y yo, y mi padre.

—¿Y qué hay de los demás? —replicó él, mirando de soslayo hacia mi padre—. ¿Hay algún otro hombre por aquí?

—No, señor.

—Pues bien, entonces —dijo, y dejando sobre la mesa unas monedas de plata—, sois los únicos que sabéis de mi llegada; y si alguno de vosotros habla de mí, jurará sobre la Biblia que no me ha visto.

El marino se instaló en la habitación que daba a la bahía. Era un hombre de pocas palabras, y pasaba la mayor parte del día sentado en un rincón del salón, bebiendo ron y mirando el mar. Su aspecto era poco amistoso, y los pocos viajeros que llegaban a la posada evitaban su compañía.

A los pocos días, un jinete solitario se detuvo frente a la posada. Era un hombre de aspecto distinguido, vestido con ropas caras, pero su rostro estaba pálido y sus ojos llenos de terror.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó con voz temblorosa.

—Sí, señor —contestó mi padre.

—Busco a un amigo mío, un viejo marinero llamado Billy Bones —dijo el jinete.

En ese momento, el viejo marino, que estaba en el salón, se puso de pie tan bruscamente que tiró la silla.

—¿Quién pregunta por mí? —rugió con voz terrible.

El jinete, al verlo, dio un grito ahogado y salió disparado sobre su caballo, desapareciendo en la carretera.

El viejo marino se acercó a nosotros, con los ojos inyectados en sangre.

—¿Qué ha dicho ese hombre? —preguntó con voz siseante.

—Ha preguntado por un tal Billy Bones —respondí yo.

—¡Maldición! —gritó el viejo, golpeando la mesa con el puño—. ¡Es ese condenado perro de cieguito!

Mi padre, que no se atrevía a decir nada, se quedó paralizado de miedo.

—¡Abridme el ron! —ordenó el viejo—. ¡Y decidle a ese espectro que vuelva cuando quiera!

A partir de ese día, el viejo marino vivió en un estado de constante alarma. Se pasaba el día vigilando el camino, y cada vez que un jinete pasaba, se ponía blanco como la pared.

—¿Qué teme, señor? —le pregunté un día, al verlo tan agitado.

—No es asunto tuyo, muchacho —me contestó con brusquedad—. Pero te diré una cosa: si ese perro vuelve, no te rías de mí, porque probablemente me verás muerto.

El viejo marino vivía en un terror constante, y su consumo de ron era cada vez mayor. Mi padre y mi madre estaban aterrorizados, y yo, aunque más joven, no dejaba de sentir una profunda inquietud.

Un día, el viejo marino se puso terriblemente enfermo. Tenía el rostro morado y parecía que se ahogaba. Llamamos al médico del pueblo, el doctor Livesey, un hombre inteligente y bondadoso.

El doctor Livesey examinó al viejo y luego nos dijo:

—Este hombre ha sido envenenado. Ha bebido demasiado ron, pero hay algo más. Ha sufrido un ataque de apoplejía.

El viejo marino, al oírlo, abrió los ojos y nos miró con furia.

—¡No he sido envenenado! —gritó con voz débil—. ¡Es el espectro! ¡El perro!

A la mañana siguiente, encontramos al viejo marino muerto en su cama. Su rostro estaba contraído en una mueca de terror.

Mi padre, que había estado bebiendo con el viejo y temía verse implicado en su muerte, se puso muy nervioso.

—¡Debemos enterrarlo pronto, antes de que venga la justicia! —dijo mi padre, temblando.

—¿Y quién pagará las cuentas? —preguntó mi madre.

—¡No hay tiempo para eso! —replicó mi padre—. ¡Hay que deshacerse del cuerpo!

Mientras discutían, oímos un ruido en la puerta. Era un grupo de hombres rudos y mal encarados, que parecían piratas.

—¿Dónde está Billy Bones? —preguntó el líder, un hombre con una pierna de palo.

Mi padre, temblando de miedo, señaló la habitación del viejo.

—Está muerto, señor —dijo con voz apenas audible.

El hombre de la pierna de palo entró en la habitación y regresó al poco rato.

—¡Maldita sea! —dijo con rabia—. ¡Se nos ha escapado el tesoro! ¡Pero no tardaremos en encontrarlo!

Se fueron, no sin antes amenazarnos con volver si no les dábamos lo que buscaban.

Mi padre y mi madre se quedaron helados de miedo.

—¡Tenemos que irnos de aquí! —dijo mi padre—. ¡Esa gente volverá y nos matará!

Al registrar la habitación del viejo, encontramos su baúl. Estaba cerrado con llave, pero mi padre logró abrirlo con un hacha.

Dentro había un montón de ropa vieja, un sextante, una brújula y una bolsa de cuero. Al abrir la bolsa, encontramos una cantidad considerable de doblones de oro, y un mapa enrollado.

CAPÍTULO SEGUNDO

EL MAPA DEL TESORO

El mapa era antiguo y estaba hecho con un pergamino amarillento. En él se veía dibujada una isla con marcas y cruces.

—¡Es un mapa del tesoro! —exclamó mi padre, con los ojos brillantes de codicia.

—¿Y cómo lo sabemos? —preguntó mi madre, con escepticismo.

—¡Mira! —dijo mi padre, señalando unas inscripciones en el mapa—. Dice claramente: "El tesoro del Capitán Flint".

El Capitán Flint era un pirata famoso, famoso por su crueldad y por la cantidad de tesoros que había enterrado.

Al ver el oro y el mapa, mi madre y mi padre olvidaron el miedo y se pusieron a discutir sobre qué hacer. Yo, sin embargo, sentía una mezcla de emoción y temor.

—Debemos ir a buscar ese tesoro —dije yo, con la valentía que me daba la juventud.

—¡Estás loco, muchacho! —dijo mi padre—. ¡Es demasiado peligroso!

—Pero, ¿y si nos hacemos ricos? —insistí yo.

—Tiene razón —dijo mi madre, cuyos ojos también brillaban al pensar en la riqueza—. Debemos ir.

Finalmente, logramos ponernos de acuerdo. Iríamos a Bristol, donde vivía mi tío, un antiguo marino que poseía un barco.

Al día siguiente, vendimos la posada y partimos hacia Bristol.

El viaje fue largo y tedioso, pero la perspectiva del tesoro nos mantenían animados. Al llegar a Bristol, fuimos a buscar a mi tío, el Doctor Livesey, que era el único amigo en quien podíamos confiar.

Le mostramos el mapa y el oro, y él, al verlos, se quedó asombrado.

—Esto es increíble —dijo el doctor—. Si este mapa es auténtico, estamos ante una fortuna.

El doctor Livesey era un hombre de acción, y pronto se organizó una expedición. Compramos un bergantín, el Hispaniola, y contratamos una tripulación.

Entre los hombres contratados, había uno que me llamó mucho la atención. Era un marinero fuerte y de aspecto noble, con una sola pierna. Se presentó como el contramaestre, y su nombre era Long John Silver.

Silver era un hombre carismático y elocuente, y pronto se ganó la confianza de todos, incluso la del doctor Livesey y mi padre.

—Yo conozco esa isla —dijo Silver—. He navegado con el Capitán Flint. Sé dónde está enterrado el tesoro.

Sus palabras nos llenaron de esperanza, y pronto zarpamos rumbo a la isla del tesoro.

CAPÍTULO TERCERO

EN EL CAMINO HACIA LA ISLA

El viaje fue tranquilo al principio. El Hispaniola era un buen barco, y la tripulación, a pesar de ser algo ruda, parecía obediente. Yo pasaba la mayor parte del tiempo con Silver, aprendiendo sobre la vida en el mar y escuchando sus historias sobre el Capitán Flint.

Silver era un narrador fascinante, y sus relatos de combates y aventuras nos mantenían entretenidos. Sin embargo, había algo en él que me inquietaba. Sus ojos eran fríos y calculadores, y a veces, cuando creía que nadie lo miraba, su rostro se transformaba en una máscara de malicia.

Una noche, mientras el barco navegaba bajo un cielo estrellado, oí voces bajas y apagadas cerca de la cabina del contramaestre. Me acercué sigilosamente y logré escuchar fragmentos de una conversación.

—... pronto será nuestro... el viejo Flint no era tonto...

—... cuando el mapa esté en nuestras manos...

—... el capitán y el doctor no sospechan nada...

Mi corazón se aceleró. Comprendí que algo andaba mal. Guardé silencio y regresé a mi camarote, incapaz de conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, decidí contarle mis sospechas al doctor Livesey.

—Doctor, creo que hay algo turbio en esta tripulación —le dije en voz baja.

El doctor me escuchó atentamente y asintió con gravedad.

—He notado algo raro también, Jim. Silver es un hombre peligroso. Debemos estar alerta.

Esa misma tarde, el Capitán Smollett, un hombre recto y valiente, también expresó sus dudas sobre la tripulación.

—Tengo un mal presentimiento, doctor —dijo el capitán—. La mayoría de estos hombres son piratas viejos. El oro los ha traído aquí, no el deseo de servir.

El ambiente en el barco se tornó tenso. A pesar de la aparente calma, todos sentíamos que una tormenta se avecinaba.

CAPÍTULO CUARTO

LA ISLA DEL TESORO

Al cabo de unas semanas, avistamos la isla. Era un lugar salvaje y montañoso, cubierto de vegetación exuberante. En el centro se alzaba un pico que Silver había identificado como el "Pico del Esqueleto".

El capitán Smollett decidió anclar el barco en una ensenada protegida, lejos de la playa principal, para evitar posibles emboscadas.

El doctor Livesey, el capitán y mi padre decidieron desembarcar con un grupo reducido de hombres leales para buscar un lugar seguro para establecer un campamento. Yo insistí en acompañarlos, a pesar de las protestas del doctor.

Apenas tocamos tierra, Long John Silver se mostró extrañamente entusiasmado.

—¡Este es el lugar, señores! ¡El tesoro no puede estar lejos!

Sin embargo, el doctor Livesey se mantuvo cauto.

—Primero, buscaremos un lugar para atrincherarnos. La codicia de estos hombres es peligrosa.

Mientras exploraban el interior de la isla, oímos gritos lejanos que parecían provenir de la playa donde habíamos dejado el barco.

—¡Nos han atacado! —gritó el capitán Smollett.

Dejamos el mapa y nos adentramos en la selva, siguiendo el sonido de los disparos.

CAPÍTULO QUINTO

LA EMBOSCADA

Al llegar a la orilla, vimos una escena terrible. La tripulación rebelde, liderada por Long John Silver, había atacado a los hombres que dejamos vigilando el barco. Varios de nuestros hombres yacían muertos o heridos.

El Hispaniola estaba en manos de los piratas.

El doctor Livesey, mi padre y yo nos retiramos rápidamente a un fuerte abandonado que Silver nos había asegurado que existía. Era una vieja empalizada construida, al parecer, por el propio Capitán Flint.

El fuerte era de madera, con muros altos y un pozo en el centro. Estaba en una colina con buena visibilidad hacia el mar.

—Aquí estaremos a salvo por ahora —dijo el capitán Smollett, examinando las defensas.

Pronto, los piratas se acercaron al fuerte, liderados por Silver, que gritaba amenazas y promesas de oro.

—¡Entréguennos el mapa y les perdonaremos la vida! —gritó Silver.

El doctor Livesey, con calma admirable, se asomó por una tronera.

—¡Lárgate, perro sucio! ¡Nunca te daremos el mapa!

Comenzó entonces un asedio. Los piratas disparaban sus mosquetes, y nosotros respondíamos desde nuestras posiciones seguras. La lucha fue encarnizada, y pronto nos dimos cuenta de que el número de piratas era mucho mayor que el nuestro.

Durante un breve alto en el fuego, el doctor Livesey notó algo en la selva.

—¡Miren! ¡Hay un hombre herido!

Era uno de nuestros hombres, el joven marinero que había sido leal al capitán. Estaba gravemente herido, pero vivo. Lo arrastramos dentro del fuerte.

La noche cayó sobre la isla, y el silencio fue roto solo por el crujir de los árboles y los gritos ocasionales de los piratas. Estábamos rodeados, pero unidos por la determinación de sobrevivir y proteger el mapa.

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