Free eBook, AI Voice, AudioBook: Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) by condesa de Emilia Pardo Bazán

AudioBook: Insolación y Morriña (Dos historias amorosas) by condesa de Emilia Pardo Bazán
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INSOLACIÓN
I
La primer señal por donde Asís Taboada se hizo cargo de que había salido de los limbos del sueño, fué un dolor como si la barrenasen las sienes de parte á parte con un barreno finísimo; luego le pareció que las raíces del pelo se convertían en millares de puntas de aguja y se le clavaban en el cráneo. También notó que la boca estaba pegajosita, amarga y seca; la lengua, hecha un pedazo de esparto; las mejillas ardían; latían desaforadamente las arterias, y el cuerpo declaraba á gritos que, si era ya hora muy razonable de saltar de la cama, no estaba él para valentías tales.
Suspiró la señora; dió una vuelta, convenciéndose de que tenía molidísimos los huesos; alcanzó el cordón de la campanilla, y tiró con garbo. Entró la doncella, pisando quedo, y entreabrió las maderas del cuarto-tocador. Una flecha de luz se coló en la alcoba, y Asís exclamó con voz ronca y debilitada:
--Menos abierto... Muy poco... Así.
--¿Cómo le va, señorita?--preguntó muy solícita la Angela (por mal nombre Diabla).--¿Se encuentra algo más aliviada ahora?
--Sí, hija..., pero se me abre la cabeza en dos.
--¡Ay! ¿Tenemos la maldita de la jaquecona?
--Clavada... A ver si me traes una taza de tila...
--¿Muy cargada, señorita?
--Regular...
--Voy volando.
Un cuarto de hora duró el vuelo de la Diabla. Su ama, vuelta de cara á la pared, subía las sábanas hasta cubrirse la cara con ellas, sin más objeto que sentir el fresco de la batista en aquellas mejillas y frente que estaban echando lumbre.
De tiempo en tiempo exhalaba un gemido sordo.
En la mollera suya funcionaba, de seguro, toda la maquinaria de la Casa de la Moneda, pues no recordaba aturdimiento como el presente, sino el que había experimentado al visitar la fábrica de dinero y salir medio loca de las salas de acuñación.
Entonces, lo mismo que ahora, se le figuraba que una legión de enemigos se divertía en pegarla tenazazos en los sesos y devanarla con argadillos candentes la masa encefálica.
Además, notaba cierta trepidación allá dentro, igual que si la cama fuese una hamaca, y á cada balance se le amontonase el estómago y le metiesen en prensa el corazón.
La tila. Calentita, muy bien hecha. Asís se incorporó, sujetando la cabeza y apretándose las sienes con los dedos. Al acercar la cucharilla á los labios, náuseas reales y efectivas.
--Hija... está hirviendo... Abrasa. ¡Ay! Sosténme un poco, por los hombros. ¡Así!
Era la Diabla una chica despabilada, lista como una pimienta: una luguesa que no le cedía el paso á la andaluza más ladina. Miró á su ama guiñando un poco los ojos, y dijo compungidísima al parecer:
--Señorita... Vaya por Dios. ¿Se encuentra peor? Lo que tiene no es sino eso que le dicen allá en nuestra tierra un soleado... Ayer se caían los pájaros de calor, y V. fuera todo el santo día...
--Eso será,--afirmó la dama.
--¿Quiere que vaya enseguidita á avisar al señor de Sánchez del Abrojo?
--No seas tonta... No es cosa para andar fastidiando al médico. Un meneo á la taza. Múdala á ese vaso...
Con un par de trasegaduras de vaso á taza y viceversa, quedó potable la tila. Asís se la embocó, y al punto se volvió hacia la pared.
--Quiero dormir... No almuerzo... Almorzad vosotros... Si vienen visitas, que he salido... Atenderás por si llamo.
Hablaba la dama sorda y opacamente, desvaneciéndose otra vez en el sopor que le fatigaba. La Diabla recogió la taza, se despidió con un murmullo y salió, cerrando la puerta con un golpe casi imperceptible.
Una vez sola, Asís se quedó un rato inmóvil, esperando que el temblor de sus entrañas cesara. Sentíase como si la hubieran pasado por un rodillo, y el recuerdo de la fiesta de la víspera le vino á la mente como una serie de estampas confusas, sin orden, sin enlace.
La música, el calor, la multitud, los trajes brillantes, los sones extraños de una orquesta nueva para ella, las luces deslumbradoras, el brillo de los diamantes, el ruido de las copas al chocar, el aire denso y fatigante de las salas, el movimiento de los bailes, el roce de los brazos, el murmullo de las voces... ¡Y todo aquello pasado con una rapidez estupefacta! ¿Había soñado esa fiesta? No, los pies le dolían, y las sienes aún palpitaban con la cólera del calor y del vino.
Luego, el recuerdo de la salida. El fresco de la noche. ¡Qué gusto al respirar el aire de la calle! El coche, la vuelta. El conductor, que parecía ir conduciendo en el aire. Y al llegar á casa, el silencio sepulcral de la noche, roto sólo por el rumor de la fuente del patio.
Pensó en el conde de Santelices. ¡Qué hombre tan gracioso! ¡Y qué ojos! ¡Y qué forma de hablar! Asís se sonrojó un poco al recordar la confianza con que el conde le había hablado de sus últimos negocios y de sus aficiones, sin guardar el decoro que en Madrid era regla inviolable en el trato de un soltero á una casada.
"¿Qué habrá pensado de mí esa gente?" se dijo Asís, con un ligero estremecimiento que no era de frío. Se había permitido más confianza de la que tal vez era lícito en su posición social, pero ¿quién se había percatado? Aquella gente... esos forasteros...
El conde de Santelices, por ejemplo, la había mirado de una manera singular cuando ella, para rehuir el comentario inoportuno de un caballero que había venido á preguntarle si ya conocía el Palmar, le había respondido, quizá con demasiada viveza:
--Es el barrio que más me gusta de Madrid, porque está en él mi casa.
--¡Ah! ¿V. vive cerca de aquí?--había preguntado el conde, sonriendo de una manera muy particular, como si sospechase el sentido irónico de la frase.
--No tan cerca, conde--había replicado Asís, echando de ver que su respuesta no era del todo veraz, pues su casa estaba en el Ensanche, muy lejos de aquel barrio de la ópera y los teatros.
El conde, sin embargo, no pareció darse por enterado de la broma y se había limitado á un asentimiento, pero aquella sonrisa... aquella sonrisa la había inquietado mucho. ¿Había adivinado el conde que no era amiga de vivir en el centro, y que aquella afirmación era una bravata, una de las que se hacen cuando se tiene el ánimo excitado y la cabeza un poco ligera?
"¡Qué cosas se me ocurren!" se dijo Asís, dando un respingo en la cama. "¡Pero si yo no he bebido casi nada! Un vaso de champán, y un poco de jerez..."
Y al pensar en el jerez, se le antojó percibir un tenue vaho del licor en el ambiente de la alcoba. Sin embargo, se sentía tan mal, tan extenuada, que no podía dudar de que el malestar era producto de la insolación, del exceso de calor que había hecho el día anterior. Era seguro que la había fastidiado el solazo que la cogió al salir del baile, al esperar el coche.
"¡Tendré que hacer noche en cama!" pensó. "¡Qué fastidio!"
No era tan fácil para Asís sustraerse al cumplimiento de sus obligaciones sociales. Estaba en Madrid sólo un par de meses, y en tan poco tiempo le era imperioso acudir á todos los compromisos que le hicieran olvidar su soledad y su melancolía.
Recordó la carta de su marido, que le había llegado á Sevilla hacía unos días, con el sobre un poco amarillento por el viaje y con un sello extranjero. Era breve, como siempre. Le decía que continuaba ocupado con los negocios de la herencia, y que no pensaba volver hasta el otoño, cuando terminasen los trámites. Le recomendaba tener buen cuidado de su salud y le enviaba veinte duros, con lo cual quería decir que le enviaba lo que había, pues las cartas de don Ricardo rara vez venían acompañadas de nada más.
Asís había leído la carta sin alterarse. La había arrugado un poco, la había vuelto á alisar con cuidado, y la había guardado en el fondo de su tocador. El desvío de su marido era tan habitual, tan constante, que ya no le producía ni rabia ni pena; sólo una especie de resignación monótona.
Si no fuera por las tías, que la atiborraban de consejos y de visitas, y por la necesidad de presentarse en sociedad para no dar que hablar, Asís se hubiera quedado en casa, pasando la vida entre libros y música. Pero la sociedad, las costumbres, las convenciones, todo la empujaba hacia esa agitación superficial que, al cabo de unos días, la dejaba más triste y más hueca que antes.
Y el baile de la noche anterior había sido como una válvula de escape para esa opresión. La música, la luz, el movimiento, el aire de promesa que flotaba en el ambiente... Todo había contribuido á encender en ella una chispa de vida que ahora, al despertar, se le antojaba un espejismo engañoso.
Se irguió de nuevo y se miró en el espejo de mano que tenía sobre la mesilla. El rostro, ligeramente hinchado, pero ardiente. Los ojos, un poco inyectados en sangre, pero conservando aquel brillo que los hacía tan vivos. El pelo, revuelto, como si acabara de salir de una lucha.
"¡Qué aspecto tengo!" pensó, y por un momento se sintió tentada de llorar, no por dolor, sino por un profundo hastío de sí misma y de su vida.
--No, no debo pensar en esto ahora--se dijo con firmeza.
Abrió un poco más la ventana, y el aire fresco le llenó la habitación. Se levantó y, sintiendo las piernas débiles, caminó con lentitud hacia el balcón, pensando en el día que se le venía encima. La calle estaba llena de ruido y de vida; los coches pasaban raudos, y los mozos de cuerda gritaban con la voz potente y alegre de la mañana.
Se quedó un rato contemplando el movimiento, y notó que, á pesar de su malestar, el espectáculo de la calle le producía una vaga sensación de alegría, como si la vida, aunque ajena, fuese todavía capaz de inspirarle algún consuelo.
Y en aquel instante, oyó el golpe seco de un bastón contra la barandilla del balcón de enfrente.
Levantó la vista y vio al conde de Santelices. Estaba en su balcón, con la bata puesta, fumando un cigarrillo. Al verla, se quitó el sombrero con un gesto galante.
Asís se quedó inmóvil, sintiendo que el rubor le subía al rostro con más violencia que antes.
--¡Buenos días, señorita Taboada!--dijo el conde, con voz clara y resonante.
--Buenos días, conde--respondió Asís, forzándose á hablar con desenvoltura.
--¿Cómo se encuentra V. hoy? Espero que no sufra usted los estragos de la fiesta de anoche.
--Un poco de insolación, nada más--contestó ella, sonriendo.
El conde sonrió también, y aquella sonrisa era menos enigmática que la de la noche anterior.
--Ayer hacía un calor espantoso. Yo me retiré muy temprano. Pero V., por lo que parece, resistió hasta el último momento.
--Es que el baile era muy animado--dijo Asís, sintiéndose repentinamente más animada.
--Ciertamente. Pero yo no perdono jamás una borrasca de calor por el placer de bailar. Para mí, nada vale más que la tranquilidad.
Asís se apoyó en la barandilla, sintiendo un renovado interés por aquella conversación inesperada.
--¿Y qué lee V. para entretenerse en esos momentos de tranquilidad?--preguntó ella.
El conde pareció dudar un instante.
--Ahora, nada digno de mención, señorita. Leyendo un poco de filosofía alemana, que, por cierto, está agotando mis fuerzas.
--¡Filosofía alemana!--exclamó Asís, con una nota de sorpresa genuina.--¡Qué hombre tan serio!
--No se crea. Es un pasatiempo, como cualquier otro. ¿Y V.? ¿Qué devora V. cuando no está en los salones?
--Yo... yo leo novelas, conde. Novelas francesas, para ser más precisa.
--¡Ah! Yo también las aprecio, señorita. Aunque creo que el gusto por la novela es más general entre las mujeres que entre los hombres.
--Quizá por eso mismo me interesa más leerlas--replicó Asís, sintiendo un ligero atrevimiento.
El conde rió con ganas.
--¡Qué buen punto! V. tiene un ingenio excelente, señorita Taboada. Yo me había imaginado que, con esa cabeza suya, V. era aficionada á algo más profundo.
--¿Y qué idea se había formado V. de mi cabeza?--preguntó Asís, con curiosidad.
El conde se acercó un poco más al borde del balcón.
--Me imaginé una cabeza llena de ideas abstractas, ó de ambiciones políticas, ó de pasiones ocultas. En una palabra, una cabeza llena de tormentas.
Asís sintió un escalofrío. Aquellas palabras eran demasiado precisas.
--No, conde. Mi cabeza es vulgar y corriente. Me cansa la filosofía y me aburre el ruido de la política. Yo sólo busco la calma.
--¿Y la halla en las novelas francesas?
--A veces, sí.
--Yo creo que la calma verdadera no está en los libros, señorita. Está... en la naturaleza.
Se hizo un silencio. El conde la miraba fijamente.
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