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AI Voice AudioBook: La alhambra; leyendas árabes by Manuel Fernández y González

AudioBook: La alhambra; leyendas árabes by Manuel Fernández y González

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LA ALHAMBRA

LEYENDA I. EL REY NAZAR.

I. LA COLINA ROJA.

Por los tiempos en que acontecieron los sucesos que vamos a referir, esto es: por los años de 1240 de la era cristiana, y 637 de la Hegira, el monte en que se levanta la Alhambra, tenía un aspecto enteramente distinto del que hoy tiene.

No se veían las esbeltas torres orladas de puntiagudas almenas, con sus estrechas saeteras y sus bellos ajimeces calados; ni los robustos muros que enlazan estas torres; ni las cúpulas destellando bajo los rayos del sol los cambiantes de sus tejas de colores; ni la torre de la Vela con su campana pendiente de un arco, ni el palacio del Emperador, ni el bellísimo Mirador de la Sultana, ni mucho menos la modesta torre de la iglesia de Santa María: ni siguiendo la ladera del monte de la Silla del moro, el verde y florido Generalife con sus galerías aéreas, y su altísimo ciprés de la Sultana, ni más allá, sobre el Cerro del sol, el famoso y resplandeciente palacio de los Alijares.

Nada de esto existía aún: solo se veía una colina áspera, pedregosa, de color rojizo, cubierta de retamas y espinos; en el extremo occidental, de esta colina se alzaba únicamente una vieja torre, especie de atalaya de origen y antigüedad dudosos; pero que conservaba algunos vestigios de haber andado en su construcción los fenicios; y en la parte media de la colina, en la dirección de Este a Sur, las ruinas de un templo romano consagrado a Diana.

Esta colina se llamaba la Colina Roja.

A excepción de las ruinas del templo y de la atalaya, ninguna otra habitación humana se veía en ella, y en cuanto a los montes que más adelante se llamaron la Silla del moro y el Cerro del sol, estaban completamente abandonados a los lagartos y a los grillos.

En las ruinas del templo no habitaba nadie, como no fuese momentáneamente algún bandido ó cazador furtivo, ni en la atalaya vivían más que algunos soldados moros, que desde aquella altura observaban la Vega y las fronteras, para avisar el peligro en el caso de que los cristianos fronterizos hiciesen alguna entrada.

No era, sin embargo, esta la única torre fuerte que existía en Granada: en la colina que entonces se llamaba de Albunest, y hoy de los Mártires, se alzaba el castillo de las Torres Bermejas, dentro de cuya jurisdicción murada, se encerraba una pequeña población llamada Garnat-Al-Jaud, ó Granada la de los judíos, y sobre la colina en que se extendía el Albaicin, teniendo a sus faldas el Zenet y el barrio del Hajeriz se alzaban los fuertes muros y las torres chatas, cuadradas las unas, redondas las otras, de la alcaza Cadima, y más allá el antiguo palacio que antes de la construcción de la Alhambra habitaban los emires árabes, y los primeros reyezuelos moros de Granada, construido por Aben-Habuz, y llamado por él mismo Casa del Gallo de viento.

Pero a pesar de la aridez y soledad de la Colina Roja, el panorama que desde ella se descubría era encantador; procuraremos describirlo, si es que pueden describirse aquel cielo radiante, que parece transparentar en su límpido azul la luz de los ojos de Dios: el verdor inmarchito de aquella tierra de bendición: la nítida blancura del manto de nieve de las montañas y su puro matiz de cobalto, procuraremos hacer sentir a nuestros lectores la belleza sin igual de aquel jardín de delicias, que sirve de alfombra mágica al trono de la hermosa ciudad a quien llamaban los moros, la cándida y la clara.

Levántase al Oriente una montaña altísima, siempre cubierta de nieve, a la que sirven de base, grupos de montañas azules, escalones maravillosos de aquella maravillosa pirámide construida por la palabra de Dios: esta montaña es Sierra Nevada: nace en ella el Genil, que torciéndose entre valles odoríferos, bajo la sombra de los álamos, orlado de flores, arrastra su clara corriente sobre arenas de plata, y desemboca en la extendida Vega, atravesándola en toda su extensión hasta los montes de Loja, aumentando su corriente por el raudal del humilde Darro, que se une a él a los pies de Granada, habiendo atravesado antes, desde su nacimiento, pintorescos valles, y dividido la Colina Roja del barrio del Hajeriz, con sus ruidosas linfas, que ruedan sobre arenas de oro.

Y esta magnífica llanura que se llama la Vega, que nace a los pies de Sierra Nevada y se extiende hasta la volcánica Sierra Elvira, deja ver desde la Colina Roja, bajo el diáfano horizonte que recortan las lejanas sierras al Poniente, sus mil aldeas blancas como nidos de tórtolas, con los humildes campanarios de sus iglesias, con los leves penachos de humo de sus hogares, entre bordaduras de colores, que tales parecen las alamedas con su verde esmeralda, los olivares con su verde oscuro, los riachuelos y las acequias que brillan entre los sembrados, cuya diversidad de matices hace parecer a la Vega, valiéndonos de una frase muy usada por nuestros poetas, un chal de colores bordado de plata, y luego levantándose en anfiteatro sobre aquella Vega, a la derecha y a la izquierda de la Colina Roja, dos montes cubiertos por la población mora; y en esta población brotando entre las casas, como ramilletes en su cántaro, grupos de cipreses, de naranjos, de limoneros; y entre estas casas con sus pardos tejados, y entre estos ramilletes de verdura con sus vivos esmaltes, torreones altivos y robustos muros, campanarios y miradores: y sirviendo de dosel a todo esto el Cerro de Santa Elena, y el del Aceituno, y la Silla del moro y el Cerro del Sol; y sobre este, al otro lado de un Océano de aire y de luz la Sierra Nevada, que viene a ser el diamante del magnífico anillo de montañas que rodean a Granada y a la Vega.

Quien no ha visto el cielo de Granada no puede comprender hasta qué grado de luz y de esplendor alcanza el día: quien no ha visto sus árboles, no puede saber a cuánta fuerza de esmalte alcanza la vegetación, quien no ha dormido entre flores, al lado de una fuente, en los cármenes del Darro

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